Dejar la bicicleta en el portal 🚲
Tengo un post en borradores que se titula “Carmen, Ángela, Andrés y los demás”.
Empecé a escribirlo entusiasmada una mañana que coincidí en el ascensor con una de mis vecinas: Ángela, una señora de ochenta años o más con la que aún no me había cruzado. Ángela me dijo que ya era hora de que nos conociéramos, que ella se llevaba muy bien con Lucía (la antigua dueña del piso), que si no me aburría viviendo sola (ella sí, yo jamás), que antes hacían mucha más vida común en el vecindario y que se bajaba a comprar el pan. Abrí la app de notas y apunté su nombre, como he ido haciendo con otros vecinos desde que me mudé.
Resulta que mi edificio es una corrala, similar a las que hay en Lavapiés. Las corralas son muy típicas de Madrid: se caracterizan por tener un gran patio interior y pasillos abiertos por los que se entra a las viviendas. Además de la puerta de entrada, cada vivienda tiene una o más habitaciones que dan al patio. Yo viví en otra corrala hace muchos años, en la zona del Rastro. En el pasado, las corralas eran lugares poco higiénicos (el baño era común) y marginales pero en los que todo el mundo se conocía y apoyaba, como una gran comunidad.
Hoy, reformas mediante, son una cucada. Si cada vez que me cruzaba con una vecina esta se me presentaba, me daba la bienvenida y me contaba su vida era sin duda por el factor corrala, pensé. En cinco años viviendo en una urbanización con piscina al otro lado del Puente —en Adelfas, donde el metro cuadrado cuesta el doble que en Vallecas— jamás se me presentó ningún vecino ni aprendí el nombre de nadie.
Yo quería escribir un texto romantizando la corrala. Hasta que pasó lo que sospechaba que podía pasar: que dejé mi bicicleta fuera, en un trozo de pasillo por el que solo paso yo, y la vecina de al lado tardó cuarenta y siete segundos en salir de su casa a gritos para reprenderme.
“¡ANALÍA! ¡ANALÍA!”
Hasta ese momento, la relación con ella —una mujer trabajadora de unos sesenta que también vive sola— había sido muy cordial. Se había presentado, me había ayudado en un momento de urgencia y me había hablado de su relación con la antigua dueña. Incluso me había regado las plantas del pasillito antes de mi mudanza. Pero la presencia de la bicicleta despertó un diablo en su interior.
Parecía imprescindible quejarse en el momento: la bicicleta no podía estar ahí ni un minuto más.
La detectó de inmediato a través de una de las ventanas de su casa porque en la corrala todo se ve. Me dijo que eso ya se había debatido años atrás en una junta, que si no aquí cada uno dejaba sus cosas y era un sindiós. Mencionó entre dichas cosas las bicicletas y los carritos de bebé. Qué fuerte hay que ser para impedir dejar carritos de bebé en el pasillo o en un patio en el que hay espacio suficiente. Llegó a mencionar que si a mí un día me pasaba algo y venían los servicios de emergencia quizá la camilla no cupiera por culpa de la bicicleta (¿?), es decir, que la bicicleta podría matarme aunque ni siquiera la estuviera usando.
La norma, me comunicó, era que solo podían ponerse plantas.
Derrotada, metí la bicicleta en casa y quité las plantas que alegraban mi trozo de pasillo. No queréis bici, que queda preciosa, pues tampoco vais a tener plantas.
Me he acordado de esta historia porque Pedro Sánchez anunció la semana pasada veinte millones de euros en subvenciones para bicicletas eléctricas y lo primero que pensé fue que dónde las íbamos a meter, si hasta en las ideales corralas en las que los vecinos se conocen por su nombre y se ayudan entran en pánico al ver una.
La presidenta de la comunidad, que resultó ser pro-bici, me dijo que en diciembre habrá reunión y que puedo plantear la posibilidad de poner un aparcabicis en el patio de abajo, donde hay un tendedero común (romantización) pero queda mucho espacio. Los sabios de En Bici por Madrid tienen un artículo sobre cómo hacerlo, pero marea solo de ver lo difícil que es (hay que convencer a tres quintas partes de los vecinos). Además, me han chivado que conocen muy pocos casos de éxito. La gente ve una bici y le dan los siete males. Así que aunque mi corrala sigue siendo una monada, ya no la romantizo tanto.
Qué más ha pasado por aquí:
Almeida ha vetado los documentos de Conex, una base de datos pública del Ayuntamiento en la que había muchísima información qué iban a construir en cada sitio. Pues me fastidias un poco la vida, José Luis.
Van a poner una parada de metro entre Los Berrocales y Los Ahijones que estará en mitad de la nada, lejísimos de las viviendas.
Todo lo que está sucediendo y sucederá en el sureste es fascinante. Mirad este render de Valdecarros.
Creo que conseguiré sacarme el carnet de conducir en, aproximadamente, 2027. Por eso cada día estoy más enamorada de Bicimad.
Os recomiendo este libro sobre edificios brutalistas de Madrid. Yo he descubierto sitios que no conocía y estoy feliz de sumarlo a mi colección.